Soy un confeso admirador de Isabel Allende, y anuncio que he leído todo lo que ha escrito esta maravillosa narradora latina. Ahora les conversaré solo un poco de una novela apasionante; Retrato en Sephia".
Narrada en la voz de una joven mujer, ésta es una magnífica novela histórica, situada a finales del siglo XIX en Chile, y una portentosa saga familiar en la que reencontramos algunos personajes de Hija de la fortuna y de La casa de los espíritus , novelas cumbre en la obra de Isabel Allende.
El tema principal es la memoria y los secretos de familia. La protagonista, Aurora del Valle, sufre un trauma brutal que determina su carácter y borra de su mente los primeros cinco años de su vida.
Criada por su ambiciosa abuela, Paulina del Valle, crece en un ambiente privilegiado, libre de muchas de las limitaciones que oprimen a las mujeres de su época, pero atormentada por horribles pesadillas. Cuando debe afrontar la traición del hombre que ama y la soledad, decide explorar el misterio de su pasado. Una obra de extraordinaria dimensión humana que eleva la narrativa de la autora a cotas de perfección literaria.
Es una obra que se podría inscribir en el género biográfico como lo es David Copperfield o Jane Eyre. Hay algunas similitudes con la vida de Isabel Allende, por lo que se puede pensar que algunos fragmentos son tomadas de la vida real de la escritora. La novela describe también la historia política de Chile, en particular la Guerra del Pacífico e Isabel Allende muestra su rechazo a la guerra y su actitud pacifista. También, al igual que la escritora, algunos personajes femeninos como Nívea, Aurora y Matilda son feministas y tienen ideas liberales, a diferencia de Paulina del Valle, que es totalmente conservadora.
El estilo es similar a obras estadounidenses, en particular la primera parte, que tiene similitudes con la obra de Howard Fast. Tal vez sea porque describen un lugar común, San Francisco.
Y estas son sus primeras líneas.-
"Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos
maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa
de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y
los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la
vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocina exótica, su
torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable
de abejas humanas yendo y viniendo de prisa. Nací de madrugada,
pero en Chinatown los relojes no obedecen reglas y a esa hora empieza
el mercado, el tráfico de carretones y los ladridos tristes de los perros
en sus jaulas esperando el cuchillo del cocinero. He venido a saber los
detalles de mi nacimiento bastante tarde en la vida, pero peor sería no
haberlos descubierto nunca; podrían haberse extraviado para siempre
en los vericuetos del olvido. Hay tantos secretos en mi familia, que tal
vez no me alcance el tiempo para despejarlos todos: la verdad es fugaz,
lavada por torrentes de lluvia. Mis abuelos maternos me recibieron
conmovidos –a pesar de que según varios testigos fui un bebé horroroso-
y me pusieron sobre el pecho de mi madre, donde permanecí acurrucada
por unos minutos, los únicos que alcancé a estar con ella. Después
mi tío Lucky me echó su aliento en la cara para traspasarme su
buena suerte. La intención fue generosa y el método infalible, pues al
menos durante estos primeros treinta años de mi existencia, me ha ido
bien. Pero, cuidado, no debo adelantarme. Esta historia es larga y comienza
mucho antes de mi nacimiento; se requiere paciencia para contarla
y mas paciencia aún para escucharla. Si por el camino se pierde el
hilo, no hay que desesperar, porque con toda seguridad se recupera
unas páginas más adelante. Como en alguna fecha debemos comenzar,
hagámoslo en 1862 y digamos, al azar, que la historia empieza con un
mueble de proporciones inverosímiles.
La cama de Paulina del Valle fue encargada a Florencia, un año después
de la coronación de Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia
aún vibraba el eco de las balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en
un transatlántico genovés, desembarcó en Nueva York en medio de una
huelga sangrienta y fue trasladada a uno de los vapores de la compañía
naviera de mis abuelos paternos, los Rodríguez de Santa Cruz, chilenos
residentes en los Estados Unidos. Al capitán John Sommers le tocó recibir
los cajones marcados en italiano con una sola palabra: náyades. Ese
robusto marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un
baúl de cuero muy gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de
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curiosos manuscritos, era mi bisabuelo, como averigüé hace poco,
cuando mi pasado comenzó por fin a aclararse, después de muchos
años de misterio. No conocí al capitán John Sommers, padre de Eliza
Sommers, mi abuela materna, pero de él heredé cierta vocación de vagabunda.
Sobre ese hombre de mar, puro horizonte y sal, cayó la tarea
de conducir la cama florentina en la cala de su buque hasta el otro lado
del continente americano. Debió sortear el bloqueo yanqui y los ataques
de los confederados, alcanzar los límites australes del Atlántico, cruzar
las aguas traicioneras del estrecho de Magallanes, entrar al océano
Pacífico y después de detenerse brevemente en varios puertos
sudamericanos, dirigir la proa hacia el norte de California, la antigua
tierra del oro. Tenía órdenes precisas de abrir las cajas en el muelle de
San Francisco, supervisar al carpintero de a bordo mientras éste
ensamblaba las partes como un rompecabezas, cuidando de no mellar
los tallados, colocar encima el colchón y el cobertor de brocado color
rubí, montar el armatoste en una carreta y mandarlo a paso lento al
centro de la ciudad. El cochero debía dar dos vueltas a la Plaza de la
Unión y otras dos tocando una campanilla frente al balcón de la
concubina de mi abuelo, antes de dejarlo en su destino final, la casa de
Paulina del Valle. debía realizar esta hazaña en plena Guerra Civil,
cuando los ejércitos yanquis y los confederados se masacraban en el
sur del país y nadie estaba en ánimo de bromas ni de campanillas. John
Sommers impartió las instrucciones maldiciendo, porque en los meses
de navegación esa cama llegó a simbolizar lo que más detestaba de su
trabajo: los caprichos de su patrona, Paulina del Valle. Al ver la cama
sobre la carreta dio un suspiro y decidió que sería lo último que haría
por ella; llevaba doce años a sus órdenes y había alcanzado el limite de
su paciencia. El mueble aún existe intacto, es un pesado dinosaurio de
madera policromada; a la cabecera preside el dios Neptuno rodeado de
olas espumantes y criaturas submarinas en bajo relieve, mientras a los
pies juegan delfines y sirenas. En pocas horas media ciudad de San
Francisco pudo apreciar aquel lecho olímpico; pero la querida de mi
abuelo, a quien el espectáculo estaba dedicado, se escondió mientras la
carreta pasaba y volvía a pasar con su campanilleo."
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